29 oct 2019

CAMINANDO ENTRE CAMELLOS.





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En nuestra incursión al desierto, coincidimos con una pareja muy joven. No tengo muy claro de donde procedían. Podían ser rusos o de cualquier país colindante por su acento. Ella rubita monísima, el un chico fuerte, tipo levantador de pesas vasco, casi dos metros, no te digo más. Se le veía ilusionados y pusieron la nota romántica a nuestra noche. Bueno, cuando menos lo intentaron.
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Ella se adelantaba, cada vez que el guía se acercaba para asignar un camello. Imagino que no sabía que íbamos todos juntos. La pobre, debió descansar cuando se montó en el suyo y su chico le siguió en el de atrás.


             
 
  Los camellos, al igual que los aviones, tienen dos momentos cruciales, el ascenso y el descenso. Los guías nos avisaron, los camellos, se levantan y sientan doblando sus piernas delanteras primero y eso hace que tú cuerpo vaya con gran impulso hacia adelante. Si no te sujetas, besas tierra y hasta te la comes, como te pille con la boca abierta.

Todos lo conseguimos, pero aquel armario de dos puertas o no lo entendió, o pensó que no era para tanto, así que cuando su camello doblo las piernas delanteras, el hizo puenting por encima de la cabeza del camello, dando de bruces contra la arena. Menos mal que no era hormigón, si no, este pobre se pasa el resto del viaje comiendo puré. Su chica lo consoló, pero creo que su fortaleza quedó algo tocadilla, porque la criaturita no volvió a ser el mismo.

                ¿De quién fue la idea de subir a lo alto de la duna más grande que había en todo el desierto? Sólo a David se le podía ocurrir semejante fechoría. Como el camello no había dejado nuestras zonas nobles lo suficientemente doloridas, íbamos a compensarlo con la escalada libre de montaña deslizante. Lo ideal después de llevar una hora montando. He visto a John Wayne andar más enderezadito que a cualquiera nosotros.

Iniciamos el ascenso con gran ímpetu y fuerza, cual Dora la exploradora, con cámara en mano y mochila al hombro. No tardamos en darnos cuenta de que, necesitaba algo más que ímpetu, ya que bajamos más deprisa de lo que subíamos. La arena se deslizaba bajo nuestros pies, como agua entre los dedos ¿Cómo demonios lo hacían los guías?

     
 Sé que más de una-o, entre las que me incluyo, tuvieron que subir sentados o arrastrándose cual gusiluz por el desierto ¡Puxx montaña! Pero incluso Mari José y su sensible corazón, lo consiguieron. Todo sea por una buena foto.


                Una vez en lo alto, ya no te quedan ganas de estrangular al inductor de la expedición, no sólo por la falta de fuerzas, si no por el impresionante océano de arena que teníamos a nuestro alrededor. El cielo estaba por mostrar todos sus matices, proporcionándonos uno de los mejores momentos de este viaje. El sol se iba ocultando tras las montañas de dunas y en el horizonte, pequeños cúmulos de algodón, surcaban lentamente uno de los cielos más bellos que he visto en mi vida. Aquella maravillosa obra de arte, nos dejó imágenes que jamás olvidaremos y que paramos de inmortalizar, para poder disfrutar de su esencia, mientras el sol desaparecía y los rojizos, naranjas y azules iban oscureciendo el cielo del desierto.


           Sentados en aquel lugar, nos sentimos privilegiados y lo más importante, felices. Son estos momentos los que han conseguido que gente tan diferente se aprecien, se busquen y se necesiten, para seguir compartiendo más vivencias y aventuras o desventuras, que son las más divertidas, si sales vivo. Creerme que sé de lo que hablo

          Nadie quería bajar de aquel lugar, pero la noche se acercaba y teníamos que llegar a nuestro campamento. El cual nos esperaba al final de un caminito alumbrado con velas, hasta el centro de un conjunto de Jaimas, cubiertas por gruesas telas negras, en forma de cajas cuadradas. Un lugar muy romántico, al menos es lo que debió pensar aquel pobre hombre, dolorido por la caída, que se había currado una noche mágica. ¡Infeliz!

                En el reparto de Jaimas, la parejita estaba al punto del colapso, no entendían nada y nosotros andábamos como pollo sin cabeza, de un lado para otro, buscando la Jaima perfecta, como si fuera nuestra casa. Con mucho cachondeo, porque en vez de sábanas, nos habían puesto mantas, de las buenas, porque no le quedaban ni las pelotillas, rascaban más que mi Scotch brite, con un lustre que encandilaba. Lo mejor era lo abrigaditos que íbamos a dormir.

                    

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    La chica perseguía al guía que acompañado de David iban de jaima en jaima, hablando en francés y pidiendo sábanas para dormir, con el fin de evitar exfoliaciones corporales innecesarias. Mientras la pobre criaturita miraba a su alrededor, como si pensara que esa noche iba a dormir en una cama redonda, ya que los números no daban y en algunas Jaimas disponían de cuatro camas bien pegaditas.

                Por si no éramos suficientes opinando, aparecieron tres más, una chica con dos chicos, que debieron pensar que se habían metido en el camarote de los hermanos Marx. A este paso íbamos a necesitar a los empujadores del metro de Tokio.

La chica que los vio aparecer, se plantó delante de uno de los guías y consiguió su jaima, con sus mantitas y todo.

La noche acababa de comenzar, lo que no sabíamos es cómo íbamos a terminar…





23 oct 2019

ERG CHEBBI - MERZOUGA




La ignorancia es la peor compañera, no sólo de viaje, si no de vida.

Siempre pensé que nunca viajaría al desierto. Me parecía un lugar hostil, sin encanto y sin vegetación en kilómetros a la redonda. Lo que viene siendo, la antítesis de lo que para mí sería el paraíso. Sí, no estáis desacertados, todavía estoy dándome cabezazos contra la pared, por no haberlo visitado antes y por lo absurda que una puede llegar a ser, cuando se deja llevar por determinados clichés.


A Erg Chebbi en Merzouga, llegamos al mediodía, el calor era seco, penetrante e insistente. Nunca hubiera sospechado que mi piel tuviera tantos poros, era como un botijo de barro con piernas. Me puse protección cincuenta, para no terminar como un pimiento reventón o lo que viene siendo un cuerpo ampolla, porque de las quemaduras de segundo grado, si te expones al sol, no te libra nadie.


Menos mal, que el lugar escogido por David para dejar las autos, contaba con una magnifica y refrescante piscina, que nos dio la vida antes de emprender nuestra aventura por el desierto.


Cuatro todoterrenos nos trasladaron al punto de partida de la expedición. Un hotel situado en las puertas del desierto. Un completo oasis, con unas increíbles vistas a un mar de dunas infinito. Compramos botellas de agua congelada y unos preciosos pañuelos que lucían en recepción, para cubrir nuestras cabezas. Al igual que en el océano la brisa no suele cesar, en el desierto el aire persiste dando vida a unas dunas que van avanzado, mientras el paisaje cambia a la merced del viento.
















Es en esos momentos, cuando una entiende, el porqué de su forma de vestir. Hay que intentar cubrirse todo lo posible, para protegerse de las quemaduras solares y de las micro partículas de arena que están suspendidas en el aire y que pueden causar serios problemas respiratorios a los habitantes de estos lares.


Nos lanzarnos a la aventura, cual Lawrens de Arabia. En su estado más patético. Tampoco os hagáis muchas ilusiones, que era mi primera vez en camello y probablemente la última. Aquel animalillo y yo, creo que no éramos del todo compatibles. Mientras yo le decía cosas bonitas, haciéndole las más cariñosas de mis caricias, el me miraba de reojillo sin parar de rumiar. Viendo que mi sexapil no funcionaba a nivel camellil (a estas alturas ya no me funciona con nadie) me límite a escuchar los consejos del guía y dejar de hacer cuqui-monadas a aquel abrupto bicho.


En principio, lo de montarlo me pareció fácil, teniendo en cuenta que el animal estaba apoyado tumbado. Me vine arriba y subí decidida cual amazona, pensando que era pan comido. ¡Inocente! Eso fue, hasta que el animalito obedeciendo las órdenes de su guía, al grito de - ¡Sujétate fuerte! – Se elevó sobre sus patas traseras, haciendo un triángulo perfecto, con un desnivel de 45º para el jinete, ósea yo. Quedándome con la misma inclinación en dirección opuesta y perpendicular a su cuerpo, ríete tú de los del Cirque du Soleil. En pleno desafío a la gravedad, no me quedó otra que rezar por que el animalito se diera brío y se levantara de una puñetera vez. Antes de que me fallaran las fuerzas y me estampara, que tampoco tengo muchas, fuerzas, que de estampamientos voy sobra. Fueron apenas unos segundos, pero el tiempo que permanecí asida al dichoso manillar situado en lo alto de la montura, se me hizo un mundo. Imaginar lo que iba a ser unas horitas de paseo, subiendo y bajando dunas, sin cinturón de seguridad y agarrada a aquel manillar, como si no hubiera mañana.










Aquel bicho levantó sus patas delanteras y es cuando me di cuenta de lo alto que era el condenao, sobre todo si eres una chincheta como yo, que no levanta tres palmos del suelo.

El animalillo caminaba pachón por el desierto, mientras su pisada era absorbida por la arena que lo hundía a cada paso, en una especie de baile, que te lleva de un lado para otro. Como no dispone de estribos, ya que su silla se compone de una gran manta vieja y rasposa, las piernas que no tienen donde aferrarse, van aferrándose con los contramuslos o muslos internos, no quiero parecer un pollo, al camello. Al cabo de unos minutos tienes escocidas, hasta las ingles, por muy fina que sea la tela de lencería o ropa que lleves.



Entre subidas y bajadas, me quedo con las subidas a las dunas, aunque aceche el peligro de despeñe, las bajadas me obligaban a sujetarme con ambas manos mucho más fuerte, por la sensación de caída libre que tenía con cada zancada.


Disfrutar, lo que se dice disfrutar, para que nos vamos a negar, lo mismo no lo disfrute tanto como ahora recordándolo. Ahora sentir que todo lo que tienes a tú alrededor son cientos de kilómetros de dunas, con un sinfín de tonos que van cambiando según las va iluminando el sol. Eso, no tiene precio.

Los guías, sin dudarlo seres de otro planeta, corrían duna arriba, duna abajo, para captar las mejores imágenes, pendientes en todo momento de nuestro bien estar, corrigiendo la postura y forma de montar (Como si fuera fácil) para evitar caídas y el posible daño al animal y todo con la mejor de las sonrisas, incluso risas, porque la escena, en más de un caso rozaba lo hilarante y no me voy a nombrar a nadie, que bastante tenía con lo suyo.

Me fijé en como uno de los guías caminaba descalzo, al principio pensé que la arena no quemaría. Pero al tomar tierra pude comprobar que la parte de duna bañada por el sol, quemaba cual brasas de carbón. Aquella criaturita, que no superaría los 17, tenía que tener unos callos en los pies del tamaño de una bota de montaña.





Claro está, que hubo alguna baja, si no, no sería un viaje propio de mí, pero eso vendrá en el siguiente…

                           

15 oct 2019

VALLE DEL ZIZ (II)


A las nueve, ya estábamos todos en marcha o David nos daba la receta del brebaje que se tomaba cada mañana y que le hacía prácticamente incombustible o alguno/a moría en el intento.


 El viaje continuaba a lo largo del valle del Ziz. La visión entre aquellos acantilados formados en el jurásico era fascinante. Desde las zonas más altas, donde las montañas desafiaban al cielo, hasta las más bajas y recónditas, donde la naturaleza se mostraba en todo su esplendor, el valle quedaba dividido en dos habitas totalmente opuestos y de ahí su encanto.


Nos llevaron hasta uno de los miradores más concurridos por los turistas y curiosos. Situado en una zona privilegiada, donde las vistas se perdían en el horizonte, de norte a sur en un increíble oasis de palmeras, que simulaba una tupida y frondosa alfombra verde, llena de vida, entre aquellas montañas tan áridas.


Allí nos encontramos con el guía que nos iba a mostrar todas las caras del sorprendente oasis. Es curioso cómo la gente se vuelve loca haciendo fotos desde lo alto del mirador. Sin pararse a buscar más allá del frondoso bosque de palmeras. Profundizar en sus moradores, que son los encargados de cuidar y proteger el hábitat del que se sustentan. Es como mirar la portada de un libro sin abrirlo, puedes tener alguna noción, pero no tienes ni idea de lo que te puede hacer sentir si decides vivirlo.


Bajamos con nuestras casitas móviles, por unos caminos en los que las cabras serían la mar de felices, en nuestro caso, nos conformamos con sobrevivir y llegar enteritos al fondo de aquel corazón verde.

  

  

Veinte minutos y un kilo de polvo después, ya estábamos en el lugar correcto para aparcar y recorrer con nuestro guía, aquella prolongada y divina tierra de la que brotaban tantos frutos. Un agradable paseo entre las palmeras, árboles frutales y tierras llenas de diversos cultivos.

         

  

         

Cruzamos pequeños riachuelos, reflejo de lo que antaño fue el lecho de un gran rio. A pesar de estar prácticamente desaparecido, su cauce sigue haciendo de esta tierra, la más fértil de la zona. Una clase magistral de cómo aprovechar al máximo los recursos que la naturaleza ofrece para que los pequeños pueblos que a lo largo del valle subsisten.
                                           
                                             
 La parte más tierna vino dada por nuestro guía, que después de mostrarnos aquel paraíso amenazado por la proximidad del desierto. Nos llevó a las pequeñas poblaciones que lo bordean. En unas construcciones muy básicas de piedra y barro que se convierten en los hogares de la gente del valle. Al final de un pequeño pasillo se paró delante de una puerta de apenas un metro y medio de altura, para mostrarnos el lugar donde había nació y vivido, hasta que la familia creció tanto, como para buscar una casa más grande. Casa en la que nos recibieron después de visitar una cooperativa, donde las mujeres intentan aprovechar todas sus habilidades, con los escasos medios de los que disponen y poder conseguir un dinero extra.

Nos deleitaron con un maravilloso té, cacahuetes y una pizza berebere vegetal, auténtica y deliciosa, cocida en un horno de barro, donde además, suelen preparar diariamente el pan, que acompañado de aceite, jaleas y la mejor mantequilla que he probado en mi vida, blanca como la nata, suave ligera y untuosa, a la cual podías endulzar con las distintas mermeladas caseras que las mujeres del valle hacen de forma natural, con los productos que cultivan en estas tierras y que tienen un dulzor sublime, de las cartucheras al cielo, como poco.


Abandonamos aquella familia, tan cariñosa y agradable, que nos había abierta las puertas de su casa y nos había ofrecido aquello que pasan todo el año cuidando y cultivando, para mantenerse, con gran nostalgia. Algunos de los miembros del grupo, agasajaron con juguetes, ropa y pequeños detalles para los más pequeños, en respuesta a aquella generosidad y con el fin de que aquellos pequeños disfrutaran de lo que en occidente es tan común, pero que, en algunos lugares del mundo resulta tan complicado de hallar.


Paco, junto con su hijo, nuestros magníficos fotografos. 

JUICIO LEVE DE FALTAS

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