Con
nostalgia por dejar atrás un maravilloso y sorprendente lugar, nos pusimos en
marcha, esta vez rumbo a Shirawaga-go y Gokayama dos aldeas situadas en las
montañas al norte de la isla y que 1995 fueron declaradas Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO.
Nos
esperaba un día largo, expectantes por no saber donde terminaríamos, el GPS no
aceptaba instrucciones que no fueran en japonés y el japonés que las metió, no
hablaba en ingles, así que la cosa prometía y la experiencia una vez más sería
impagable.
Durante el camino pudimos disfrutar de unas vistas increíbles, a un lado la montaña, verde, exuberante, atrayente, al otro la costa, donde se intercambiaban los pueblos de pesadores con impresionantes acantilados, que terminaban al pie del mar de Japón, donde las olas chocan sin piedad. Por no hablar de lo inesperado, esos lugares que te dejan con la boca abierta. Como una estatua de 73 metros de altura, representando a la diosa de la misericordia (Kaga Kannon), esta entre las veinte más altas del mundo. Ver a esa diosa dorada, con su bebe en brazos, a lo largo de muchos kilómetros, consiguió despertar nuevos sentimientos, creía que sabía lo que tenía que ver, aquellos monumentos que se da por echo que tienen que ser admirados, pero están esos otros de los que nadie hablar y que son auténticos regalos, por inesperados, por la belleza que muestran
Cada
momento de este viaje era un pequeño sueño y como tal, allí en el corazón de la
montaña encontramos las dos tranquilas aldeas, atravesadas por un río, rodeadas
de campos de arroz y pequeñas huertas, que daban paso a las casas construidas
según el estilo gasso-zukuri, casas de madera con techos de paja en forma muy
puntiaguda, representando la posición de las manos a la hora de rezar, para que
las lluvias y la nieve no las dañen. Con ellas se intenta enseñar como era la
vida de los aldeanos, sus costumbres y sus artes tradicionales. Una vista atrás
para no olvidar, en un pequeño remanso de paz, donde uno se reconcilia con la
naturaleza y se disfruta con añoranza de un tiempo pasado, que no mejor, por lo
duro, pero mucho más romántico que este ir y venir, sin tiempo para nada, donde
la tecnología mueve nuestras vidas y terminaos perdiendo parte de la
sensibilidad, para programarnos como robots, olvidándonos de lo importante, de
la maravilla de vivir y disfrutar de los nuestros y de lo que la vida nos puede
dar.
Cuanta más
belleza se observa, más cuesta dejarla atrás, pero el viaje de regreso a Tokio
era largo y todavía quedaban muchos kilómetros.
Os parecerá
raro, pero en cuanto llegamos a Asakusa (barrio donde nos alojábamos) me sentí
en casa, todo me era familiar, fascinada como la primera vez, con la diferencia
de no sentirme una extraña y pensar que hubo un momento en el que dude, si este
lugar me llegaría a gustar. Ahora después de 12 días en Japón, me sentía más
atrapada de lo que jamás me hubiera imaginado, en un país donde las luces de
neón, los edificios que tocan el cielo y las pequeñas casas de madera,
santuarios, pagodas y multitud de
rincones llenos de magia y energía que emana de un pueblo con unas raíces tan
profundas en la tierra, como los árboles a los que tanto cariño y tiempo
dedican.
Esto es sin duda un viaje con mayúsculas, gracias por compartirlo
ResponderEliminarTesoro gracias a ti por aguantarlo, pero me gusto tanto que me es imposible resumirlo.
ResponderEliminarUn besote.
Que pedazo de viaje, si una imagen es bonita la otra lo es más y más. Y la narración que engancha y te lleva hasta alli. Que suertuda, seguire con el resto de post. Besotes.
ResponderEliminarMuero de envidia, ¿lo sabes, no?
ResponderEliminar:)