Cuanto
menos tiempo nos quedaba, más disfrutábamos nuestra experiencia en Tokio, una
vez perdido el miedo a lo desconocido, a los tópicos absurdos y hasta a la mismísima
vergüenza, todo fue mucho mejor.
En el
barrio de Shiodome, nos colamos en una ceremonia de unos monjes en el templo
Zojoli, lo más curioso es que justo detrás del templo hay una despampanante
torre Eiffiel de color rojo, por lo visto es una antena, además de un
observatorio, a sus pies un estupendo centro comercial, como no podía ser de otra
manera
La vistas
desde allí te hacen pensar, casi tocando el cielo, viendo la alfombra de
edificios de múltiples tamaños y estructuras de lo más diverso, donde
rascacielos y pequeñas casas típicas, viven en total armonía, a los pies de
semejante torre, te hace sentir minúsculo, una molécula de polvo en el paraíso,
donde cabe todo lo que la imaginación abarque, e incluso hasta donde la
imaginación no da. Como un pequeño parque cercano, en el que había un rastro de
lo más curioso, donde la gente vendía cosas de segunda mano y antigüedades de
lo más variopinto, lo que viene siendo un mercadillo jipi a lo nipón.
Una de las
cosas que nos dejaron con la boca abierta es que buscando un acuario-delfinario
que mi hijo se moría por ver, terminamos en el barrio de Ikebukuro en un
precioso e impresionante hotel. Nuestra primera impresión, fue “Vaya mierda de
mapa, nos han tomado el pelo”, pero vimos una flecha que indicaba el delfinario
dentro del hotel y como Emilio Aragón, en sus tiempos mozos, seguimos las
flechas, atravesamos un centro comercial, situado en la primera planta del
hotel, subimos unas escaleras automáticas y justo en la tercera planta, una
especie de mini parque de atracciones y unos pasos más, el acuario, aquí
volvimos a pensar “Vaya mierda de Acuario-delfinario” Aquí los delfines
brillaran por su ausencia, pues no.
En la
tercera planta de hotel estaba este maravilloso lugar del que prefiero veáis
las imágenes.
Se que me
quedan muchas cosas por contar, barrios que describir, pero es imposible por mucho
que resuma, las sensaciones que uno tiene, cuando se encuentra en pleno Tokio
en una calle, llenas de restaurantes españoles, cuando bajas de un tren
desorientada y se te acercan con toda la amabilidad del mundo, para decirte por
donde salir, como si te leyeran el pensamiento, o cuando dudas si lo que tienes
que coger es el metro o el tren y una estudiante de español, se desvive por
hacerse entender y ayudarte.
Mis últimos días en Japón, fueron
inolvidables e inenarrables, por que hubo tantos lugares, tantos momentos
maravillosos, tantas sensaciones, que mi escasa brillantez como escritora no me
lo permiten trasmitir, muy a mi pesar.
Así que me
despediré con Odiaba, atrás quedan Shinjuku, Shibuya, Asakusa, Ueno,
Akinahabara, Ginza, Roppongi, Shinahagawa, Shiodome, Ikebukuro y Marunouchi.
En una
estación de tren, por encima de los transeúntes, como suspendidos en el aire,
un tren sin conductor surca la ciudad, a la altura de una quinta o sexta planta
de los edificios. Nos llevaba, mientras observamos el interior de los mismos,
donde la gente sentada en sus oficinas o andando por sus casas, no se si de
forma consciente o no, son observadas por nosotros, el tren cruza por encima
del agua y nos deposita en una Isla artificial, donde los Japoneses vienen a
mojarse los pies en la playa, atravesando un pequeño parque, donde la Estatua
de la Libertad te saluda y donde un enorme centro comercial te da la
bienvenida.
El
atardecer de nuestro ultimo día en Odiaba fue otro sueño, donde los últimos
destellos de sol, dan paso a una semioscuridad, entre las luces de neón y las
pequeñas luces de los barquitos. Y en esos momentos te transportan a un
maravilloso lugar, de el que no deseas irte y no voy a negar que me brotó
alguna lagrimilla al ver la vista de la bahía, serena e impresionante como todo
lo que hemos visto en este increíble y maravilloso lugar.
Mi Lucero
solo sabía decir, que pena que Japón este tan lejos.