La Bretaña francesa es increíble, cada pueblo, cada ciudad llenas de maravillas
y curiosidades, rodeadas de naturaleza, ríos que les dan una belleza especial y el mar, la que no tiene una cosa, tiene otra, algunas incluso lo tienen todo.
De camino a Le faou, recogimos un par de autoestopistas, nos dio pena ver a
los pobres chicos en la carretera con sus mochilas, hacia muchísimo calor y mi lucero que se había quedado con la espinita, al no coger a un chico en una de las zonas de descanso de la autopista, decidió que era el mejor
momento para compensar aquel momento de presión por no poder parar, por las prisas de los coches que nos precedían.
Eran muy jóvenes y encantadores y la verdad es que los pocos kilómetros que
estuvimos juntos fue muy agradable, su ingles y el mio eran parecidos( igual de malos los dos), pero con acentos diferentes (para más inri), lo que hacía que entendernos fuera complicadamente divertido, al final el idioma
de la mímica y de los gestos hizo su magia y nos entendimos a la perfección, ¿hay mejor idioma que la risa?
Curiosa la sensación de felicidad, cuando uno sabe que está haciendo algo
bueno por otro. A mi, se me queda cara de tontaina (que puede que sea de serie) y me siento mejor persona (aunque mi madre dice que soy una bruja) En fin que yo lo práctico siempre que puedo, menos cuando quiero estrangular a alguien, entonces se me olvida ser buena (lo mismo mi madre lleva razón).
Llegamos a Le Faou, que ha conseguido mantener casi intactas 23 fachadas medievales
de granito y pizarra y que cuenta con la iglesia Saint Sauver, que tiene un curiosísimo campanario. Aunque el lugar era encantador, sólo le dedicamos unas horas, para así poder seguir con nuestro periplo por estas tierras.
Pasamos por Brest, pero es una ciudad muy grande y la verdad, es que el tiempo, no nos permitía una parada lo suficientemente larga, como para poder ver todo lo interesante de esta preciosa ciudad, es duro tener que elegir en los viajes que ver y que no, ya que siempre te queda el sin sabor de pensar ¡seguro que me estoy perdido algo digno de verse, de ser admirado y visitado! es el sabor agridulce de los viajes y la lucha del hombre contra el tiempo.
Al atardecer llegamos a Morlaix, otra preciosa y sorprendente ciudad, en este caso no sólo por la belleza de sus edificios, si no por su viaducto, que te permite el lujo de poder observar esa parte de la ciudad más desconocida y que a mi siempre me llamó la atención, «los tejados» y lo que es mejor, a través del callejón de Prétres que comunica la primera planta del viaducto, una diadema de piedra va por encima de la maraña de estas pequeñas joyas de pizarra, los tejados suben y bajan como pequeños toboganes, divertidos y majestuosos, asomándose a través de los voladizos que marcan donde empieza y acaba la fachada. Desde el centro del viaducto puedes observar la impresionante ciudad-puerto y sus campanarios y ganas te dan de volar sobre tanta maravilla, si no fuera por que sabes que te descoñas viva, si lo intentas.
Morlaix se encuentra al fondo del estuario, entre las comarcas de Léon y Trégor.
Es una ciudad animada, hay guías turísticas donde no la incluyen, por eso es mucho más apetecible. Y eso que la bahía de Morlaix, está entre una de las más bellas del mundo, va desde el cabo de Bloscon hasta el de Diben.
Otra de las cosas que uno no debe perderse en esta increible ciudad son las
casas con "pondalez", edificadas en el siglo XVI por los comerciantes de lino, sus entramados de madera sobresalen en voladizo en las callejuelas que rodean la plaza Allende. Destacan la casa de la Duquesa Ana y la de la Grand
Rue.
Para no estar muy recomendada a mi me gusto muchísimo y me sentí genial en
esta acogedora ciudad. y curiosa ciudad.