Con la
tarde el calor sofocante del mediodía, se iba atenuando levemente, el momento
ideal de buscar una heladería y tomar lo más frío que tuvieran a mano, para hidratarnos
y seguir paseando por la ciudad eterna.
Bajamos por
la Via della Conciliazione, admirando el Pazzo Torlonia y la Iglesia de Santa
Maria Trasportina, hasta llegar al Castillo Sant’Angelo, también conocido como
el Mausoleo de Adriano, quien comenzó su construcción. Cruzamos el río Tiber por
el puente que lleva el nombre del Castillo, para adentrarnos entre las
callejuelas que te llevan de una iglesia a otra, de una plaza a otra, mostrando
el día a día de los romanos, sus restaurantes, tiendas, monumentos, fuentes y
demás, haciendo las delicias de cualquier turista.
Del silencio de las calles menos
transitadas, hasta la Piazza Navona, donde la algarabía de los turistas, entre
los puestos de artesanos y pintores, mezclado con terrazas llenas de gente que
toman su peculiar “Aperitivo” como antesala a la cena, muestran una ciudad
desbordante de alegría y buenas sensaciones
El frescor de la Fontana del Moro y un atardecer dorado, nos invitaba a seguir caminando dirección Piazza della Rotonda, para admirar el Pantheon. Coger la Via dei Pastini y llegar al II Tempio de Adriano, de ahí al Palazzo Cipolla, Colonna de Marco Aurelio y entrar en la Fontana di Trevi, que para nuestro disgusto, estaban restaurando, aún así y por encima de los cristales, con riesgo de escalabramientos, ya que muchas de las monedas tiradas por tanto turista desesperado, rebotaban y volvían cual bumeran sobre nuestras cabezas. Obsesionados por garantizar una vuelta a esta ciudad tan bella, que nos engancha con su historia y nos deja disfrutar en el presente de los restos de un pasado glorioso.
Llegada la noche, agotados por el
calor y las caminatas recorriéndonos media ciudad, decidimos volver. Cuando
llegamos a la estación desde la que partimos aquella misma mañana, la ciudad
había cambiado. Aunque también podía ser que nosotros hubiéramos salido por
otra puerta, el caso es que no reconocíamos nada, la noche lo hacía todo
diferente como si nada ocupara su sitio y no teníamos ni pajolera de idea de volver
a la Vía Appia, menos mal que tenía apuntado en una libreta las coordenadas, se
las pusimos al móvil. El puñetero se empeño en meternos por encima del puente que
no daba salida a la calle donde estábamos pernoctando, y es que cinco metros de
altura, le hacen a una pensarse si saltar o no, que fue que no. Hubo momentos
de desesperación, de acordarme del inventor del GPS y todos los que presumen de
haberlo mejorado, por no hablar de la de veces que estuve apuntito de
estrellarlo contra el suelo y es que ni Dora la exploradora hubiera sido capaz
de encontrar el dichoso acceso a la Via Appia. Tardamos más de hora y media,
hasta que descubrimos, como demonios bajar del dichoso puente para llegar, ya
que las vías del tren estaban en medio y no había manera de atravesarlas.
Una hora y
media da para mucho y tuvimos de todo, gente que nos ayudaba, gente de la que
nos escondíamos, túneles oscuros y lúgubres, calles muy iluminadas, parques con
gente que dormía en ellos y barrios del extrarradio, pero ninguno tenía la
dichosa salida. Hasta que al fin, llegamos a un punto por el que habíamos pasado
con nuestra casita móvil y seguimos el mismo camino. Allí estaba nuestra pequeña
y empedrada calle, la misma en la que se iniciaba la Via Appia Antica donde
estaba el área.
Sacamos
nuestras mesas y sillas y cenamos a la luz de las velas, descalzos sobre la
hierba, que nos proporcionaba cierto placer, después de un duro día, con mucha
risas y la sensación de haber vivido otra desventura, pero es que ya sabéis.
¡Soy Odry, desastrosa y sin remedio!
Es un placer volver a Roma de tu mano, que diferentes ciudades las que descubrimos cada uno.
ResponderEliminarBesos
Ya te digo, sobre todo si te pierdes de noche, ja ja ja ja
ResponderEliminarBesotes.
¿Cómo era eso de " todos los caminos conducen a Roma pero no a la inversa"?
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