Una vez superada la marabunta playera, comenzamos nuestro viaje. Expedicionarios hambrientos
de aventuras, fotógrafos intrépidos en pos de llevar a cabo, una epopeya digna de ser contada que marcará un antes y un después en nuestras vidas.
Así que cogimos rumbo a Donosti, donde se come de miedo, que digo yo, que no es plan
de empezar una aventura con el estomago vacío.
Pero soy Odry y como no podía ser de otra manera, lo primero que nos encontramos al
llegar al área, eran cientos de autocaravanas como la nuestra, aparcadas por doquier, el área estaba desbordada y las autos rodeaban toda la universidad y alrededores.
-¡Mi vidita, ¿No habrá una concentración de autos? -Me pregunta mi Lucero con cara
de yo te mato.
- No, en agosto nunca se hacen.
- ¿Y ellos lo saben? - Antes de contestar la pregunta vimos un espacio, o similar,
para que nos vamos a engañar y mi lucerillo se tiro en plancha.
Superamos la prueba, nos hicimos hueco entre un alemán y un holandés, empotrando
las bicis que van en la parte trasera, entre los matorrales.
-«Descuida nena que hoy no, nos las roban»- decía el guasón de mi lucero.
- Si monín, pero haber como las bajas, para ir hasta la parte vieja de la ciudad.
- ¡Hay las dao!.
Raspón viene, arañazo va y yo tenía mi bici en las manos y mi lucero los brazos
como si se hubiera pegado con el gato del vecino.
Mi Lucero me había prometido una noche romántica de tapeo y vinillos (no creáis,
dependiendo de donde sea la noche romántica, puede ser una temeridad).
Yo me puse monísima, con un mono negro de espalda al aire y mis sandalias negras
y doradas, con su bolsito (tipo bombonera) a juego, llenito de pedrería y la melena al viento preparada para una noche mágica.
Creo que a veces, subestimo el concepto que tiene mi hombre de una velada romántica,
por que según íbamos de camino a la plaza del ayuntamiento, mi lucero frena en seco y se desvía metiéndose a un parquecillo, se baja de la bici y me dice que quiere pasear por la playa. Eso sería muy romántico a las 10
de la noche, pero a las seis de la tarde...
Entender que yo le viera ciertos inconvenientes, como que si me salpican los críos
de la playa y manchan mi mono de seda negro, me los como, por, poner un ejemplo.
Obviamente no podía matarle, en público no está bien visto, así que baje de mi
bici, mientras pensaba para mis adentros, ¿Dónde vas Odry, arreglá como un florero, paseando por la playa de La Concha, abarrotada hasta la bandera, con un sol de justicia, sin faltarle un detalle, desde el niño que salpica,
al abuelo aventurero en plan Dora la Exploradora y padre desgañitao a punto de descogorciar al niño de la pelotita?
Después de pasear por La Concha, como si de una boda se tratara, mi lucero decidió
seguir con lo nuestro (la noche romántica). Para ese momento mi melena al viento se había convertido en una maraña indescriptible por la dichosa brisa marina, el mono negro llevaba arena para aburrir y el bolsito colgaba
que daba pena, el maquillaje, mejor ni lo menciono.
La verdad es que la ciudad estaba preciosa, las calles abarrotadas de turistas, que iban y venían como si fuera un gran hormiguero.
El bar que elegimos estaba hasta arriba (como todos), no había hueco por donde meter
codito para hacerse ver en la barra, platos repletos de tapas, iban de un lado a otro, mientras yo salivaba, con más hambre que una modeli en un desfile de Victoria secret, esto más que una cita romántica, se había convertido
en una experiencia del último superviviente.
Conseguí meterme de perfiles, entre un grupo de franceses y una pareja china, levante
el único brazo que podía mover y avisé al camarero que en menos que canta un gallo, y viendo la desesperación en mis ojos, me servía un fresquísimo txacoli y unas deliciosas tapitas, antes de que me marcara un Kill bill, con los palillos.
Mi Lucero, que estaba disfrutando como un jovenzuelo buscando Pokemón, decidió dar un paseo
a pie por la parte trasera de la montaña que da al mar, la noche era evocadora, tranquila, las olas rompiendo contra las rocas y la luna más llena que nunca, iluminando el mar en todo su explendor
Pero nada nena, no era mi noche, no terminamos de volver la esquina y nos encontramos,
con la Cruz Roja, La ertzaina y los bombero, sólo faltaba el ejercito de salvamento, si hubieran vendido entradas se hubieran hecho de oro. ¡Que de gente! casi no se podían andar.
Por lo visto alguien vio algo y se activo la alerta, para cuando conseguimos llegar
al puerto, la alerta quedo desactivada y yo feliz de que no hubiera pasado nada, a pesar de todo.
En fin, queda pendiente una velada romántica y eso que mi lucero considera que
lo bordó y yo le veía tan feliz, que no he querido desilusionarle.
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