Llegamos con retraso a nuestro nuevo destino, serían cerca de las tres. A pesar de la hora, Rabat estaba en pleno bullicio y como toda gran ciudad que se precie, con un tráfico endemoniadamente caótico.
Nos dejó en la entrada del mismo, un maravilloso lugar para las compras que, a esas horas estaba repleto de gente. Entrar en él, fue toda una aventura. La ola humana te absorbía y mecía a su merced, llevándote de una tienda a otra. Cual cosmopolitas experimentados, conseguimos salir airosos de aquella marea. Cruzamos aquel mercado a toda velocidad. Ni James Bond, en sus mejores tiempos y eso que éramos diecisiete. No se perdió ni uno. Yo lo achaco a nuestros jugos gástricos y papilas gustativas, mucho más efectivas de lo que pudiéramos sospechar.
El lugar elegido, estaba escondido entre angostos pasillos, sumidos en la oscuridad, más propio de un pasadizo secreto, que a una calle transitada. Menos mal, que David tiene buen sentido de la orientación, porque si de mi dependieran, estos pobres, se hubieran muerto de hambre.
No deja de resultarme curioso, ver como la luz natural, fluye iluminando el interior desde lo más alto, puro contraste con su entrada, casi secreta. El lugar decorado con celosías que determinaban los espacios, formaban marcos perfectos para los cuadros, que adornaban sus paredes, mostraban escenas cotidianas de su cultura, lugares emblemáticos y retratos de mujeres cubriéndose la cara, con telas de llamativos colores.
Quién me iba a decir a mí, que tan ofensivo me resultaba, ver a las mujeres con sus rostros prácticamente cubiertos, que meses después, una pandemia iba a conseguir igualarnos a todos. Hombres y mujeres tras unas mascarillas que, tan sólo dejan ver nuestros ojos. Tiene que venir un virus a recordarnos que todos somos iguales, con indiferencia de nuestro sexo, religión, posición social o ideología política. ¡Manda huevos!
Volvamos al viaje que me pierdo. No se le puede achacar al hambre, lo mucho que pudimos disfrutar de la comida. Y vuelta a sumergirnos en el centro de aquel mar humano, para volver sobre nuestros pasos y seguir el plan dispuesto.
El guía, nos esperaba pacientemente al pie del monumento a visitar. La Torre de Hassan II, la necrópolis de Chellah y el mausoleo del rey Mohamed V, abuelo del rey actual. Anécdotas he historias, un millón de fotos y vuelta a nuestras autos.
Nos dirigimos hacía la Kasbah de los Oudayas. Aparcamos frente a las preciosas murallas que la envuelven como a un valioso regalo. Atravesamos las imponentes puertas de las murallas y recorrimos sus calles escarpadas. Las pequeñas casitas pintadas de blanco, marcaban el camino que llevaba directo al mirador, abriendo la pequeña Kasbah hacía el océano, cuya imagen ofrecía un lienzo infinito que, en aquellos momentos, mostraba un increíble y preciosa puestas de sol.
Con la noche, nos retiramos a un pequeño camping, al cual llegamos atravesando la feria junta a la que estaba. A diferencia de lo que ocurre en España, allí las ferias no son molestas. La música brilla por su ausencia y los feriantes no gritan lo de la muñeca chochona. Así que, algunos caímos como un tronco, hasta la mañana siguiente. Mientras David arrastraba por el mal camino a Paco, Paz y Toño, que lejos de ver el peligro, se dejaron convencer por un puñado de caracoles o garbanzos, porque estos condenaos se lo comen todo a cualquier hora. No contentos con tan deliciosos manjares, decidieron terminar la jornada montando en los coches choques.
A muchos nos cuesta dejar el niño que llevamos dentro, al margen de ciertos momentos, sobre todo cuando en el ambiente la magia invita a vivirlo todo con esa misma ilusión.
Como diría San Agustín.
El mundo es un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página.
Como diría San Agustín.
El mundo es un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página.
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