9 nov 2014

DE KYOTO A TOKYO

            Con nostalgia por dejar atrás un maravilloso y sorprendente lugar, nos pusimos en marcha, esta vez rumbo a Shirawaga-go y Gokayama dos aldeas situadas en las montañas al norte de la isla y que 1995 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

     
            Nos esperaba un día largo, expectantes por no saber donde terminaríamos, el GPS no aceptaba instrucciones que no fueran en japonés y el japonés que las metió, no hablaba en ingles, así que la cosa prometía y la experiencia una vez más sería impagable.
           


            Durante el camino pudimos disfrutar de unas vistas increíbles, a un lado la montaña, verde, exuberante, atrayente, al otro la costa, donde se intercambiaban los pueblos de pesadores con impresionantes acantilados, que terminaban al pie del mar de Japón, donde las olas chocan sin piedad. Por no hablar de lo inesperado, esos lugares que te dejan con la boca abierta. Como una estatua de 73 metros de altura, representando a la diosa de la misericordia (Kaga Kannon), esta entre las veinte más altas del mundo. Ver a esa diosa dorada, con su bebe en brazos, a lo largo de muchos kilómetros, consiguió despertar nuevos sentimientos, creía que sabía lo que tenía que ver, aquellos monumentos que se da por echo que tienen que ser admirados, pero están esos otros de los que nadie hablar y que son auténticos regalos, por inesperados, por la belleza que muestran

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   Cada momento de este viaje era un pequeño sueño y como tal, allí en el corazón de la montaña encontramos las dos tranquilas aldeas, atravesadas por un río, rodeadas de campos de arroz y pequeñas huertas, que daban paso a las casas construidas según el estilo gasso-zukuri, casas de madera con techos de paja en forma muy puntiaguda, representando la posición de las manos a la hora de rezar, para que las lluvias y la nieve no las dañen. Con ellas se intenta enseñar como era la vida de los aldeanos, sus costumbres y sus artes tradicionales. Una vista atrás para no olvidar, en un pequeño remanso de paz, donde uno se reconcilia con la naturaleza y se disfruta con añoranza de un tiempo pasado, que no mejor, por lo duro, pero mucho más romántico que este ir y venir, sin tiempo para nada, donde la tecnología mueve nuestras vidas y terminaos perdiendo parte de la sensibilidad, para programarnos como robots, olvidándonos de lo importante, de la maravilla de vivir y disfrutar de los nuestros y de lo que la vida nos puede dar.
    
            Cuanta más belleza se observa, más cuesta dejarla atrás, pero el viaje de regreso a Tokio era largo y todavía quedaban muchos kilómetros.
                        
            Os parecerá raro, pero en cuanto llegamos a Asakusa (barrio donde nos alojábamos) me sentí en casa, todo me era familiar, fascinada como la primera vez, con la diferencia de no sentirme una extraña y pensar que hubo un momento en el que dude, si este lugar me llegaría a gustar. Ahora después de 12 días en Japón, me sentía más atrapada de lo que jamás me hubiera imaginado, en un país donde las luces de neón, los edificios que tocan el cielo y las pequeñas casas de madera, santuarios, pagodas y  multitud de rincones llenos de magia y energía que emana de un pueblo con unas raíces tan profundas en la tierra, como los árboles a los que tanto cariño y tiempo dedican.
    













En los siguientes días, seguimos descubriendo cantidad de lugares increíbles. Desde Asakusa hicimos un pequeño tour por el río, hasta que llegamos a los jardines de Hama Rikyu, donde una casita de Té situada en el medio del lago de agua salada, que hay en los jardines, hacen las maravillas de propios y extraños. La salida del parque nos devuelve al bullicio, los coches y la impresionante ciudad que nos queda por descubrir, comenzamos desde el barrio de Shiodome, entre increíbles rascacielos modernos, a metros del suelo, como colgado del cielo aparece un tren sin conductor que nos llevaría a la isla de Odiaba una tarde lluviosa.


           






































30 oct 2014

KYOTO


                                       
El tiempo mejoraba y los días se volvían calurosos, y decidimos volver a el“Fushimi inari-Taisha”,  Pasado el santuario dedicado al Dios Inari (Dios del arroz) comienza una especie de pasadizo a base de Toriis naranjas con escritos, que se extiende por una montaña escarpada y sinuosa de unos 4 kilómetros, disfrutar de un monumento en plena vegetación entre árboles centenarios y pequeños recovecos, llenos de ofrendas y pequeñas estatuas de zorros, mensajero del Dios Inari era una autentica delicia. Es increíble como los Toriis donados por la gente que emprender un negocio y quiere conseguir la tan ansiada prosperidad, se ha convertido en un monumento tan original y lleno de energía, casi mágico.
Otra aventura digna de mencionar, fueron nuestros intentos, 3 para ser exactos de visitar el palacio imperial.
                                   
La primera vez llegamos, pasadas la cinco, era domingo y nos dijeron que no estaba cerrado los domingos. Al día siguiente, nos dijeron que se cerraban a las cinco y al tercer día, que había que inscribirse a primera hora en información, aportando todos nuestros pasaportes y haciendo una declaración jurada. Vamos, más requisitos que para pasar la aduana. Una hora más tarde nos convocaban a las puertas de tan curioso lugar y comenzaba nuestro periplo por el castillo. Jardines impresionantes, estancias sencillas y vacías, únicamente decoradas con pinturas de lo más variopinto, que indicaban a que tipo de personas estaban destinadas las estancias.

Realmente, no es el monumento que más huella dejó en mi, es más el echo de ver las cosas desde las barrera, pierde encanto, muestran un poquito, y uno se quede con ganas de más, con la sensación de que te estas perdiendo cosas, y no terminas de hacerte a la idea de cómo sería la vida en tan curioso e importante lugar, aunque entiendes que la humildad en los materiales utilizados y su fragilidad, lo hacen necesario.


             Hay lugares que aunque majestuosos, no te dicen mucho y otros como Pontocho que con una sencillez inaudita (exceptuando sus restaurantes prohibitivos) no sólo no te dejan indiferente, si no que además, te sorprenden, te atraen y terminas atrapada en una callejuela estrecha y llena de gente, con aspecto de antaño, donde las Geishas se pasean en dirección a su lugar de trabajo y donde la sensación de haber retrocedido en el tiempo es tal, que uno se olvida de todo y se imagina formando parte de esta sociedad tan introvertida y curiosa, que alardea de sus costumbres sintiéndose un pueblo único y especial.
                  
                          
           
            Al otro lado de Pontocho, el río, donde las terrazas de los restaurantes se muestran abiertas, para que sus clientes disfruten de una cena en plena ribera, cientos de velas y farolillos iluminan las terrazas, haciendo que la postal sea perfecta, tanto o más que una Geisha.
                                         
            Cruzamos el puente y llegamos al barrio de Gion. Allí se supone que viven las Geishas,
aunque también cuentan las malas lenguas, que no todas las Geishas que se ven son autenticas. Es como que de vez en cuando sale una japonesa disfrazada, no lo tengo confirmado, así que yo prefiero el cuento, el de ver un personaje del pasado, en las calles de Gion paseando al lado del canal de Shirakawa, con su pequeño balanceo al compás de sus pasitos, sobre sus zori.


            Las noches en este canal son de ensueño y pasear a lo largo del río un momento que es difícil olvidar.
              
                        Los días van pasando y los templos y jardines que hemos visitado, permanecerán en nuestros recuerdos por siempre, el final de nuestra estancia se acerca y mucho nos queda por descubrir. Aprovechar la mañana para ir hasta el río Hozu y pasear por el puente Togetsukyo, haciendo fotos maravillosas, que nos mostraran a lo largo de nuestra vida, un lugar increíble, otro más de tantos.

            Visita este lugar y no acercarse al templo más conocido de la zona, no sería normal, el templo Tenyu-ji, patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, es un lugar encantador, rodeado de esos maravillosos jardines y que a su salida te lleva directamente al bosquecillo de bambú, donde recorrer el sendero, es toda una experiencia.
            Ese día como otros, terminamos comiendo en uno de esos pequeños restaurantes familiares, que realmente son hogares, donde dedican algo de tiempo a alimentar a los curiosos turistas, con manjares deliciosos y caseros. Regentado por la familia, mientras la hija sirve las cuatro mesas, la madre y abuela preparan la comida, sin esconderse, en una cocina abierta y sencilla, dejándonos participar de su día a día.
La ultima noche, caminos hacía la estación central, donde somos recibidos, por una fuente de colores, que lleva el ritmo de la música, embobados, contemplamos el pequeño concierto de luces y sonido, perfectamente conjuntados y nos preguntamos si esto será todo o habrá algo más. ¡Incrédulos! esto es Japón y todo puede pasar. Una vez dentro de la estación, unas escaleras enormes, nos invitan a subir, iluminadas con dibujos y palabras de bienvenida, en la oscuridad de la noche resaltan cual estrellas fugaces, sobre una alfombra, en algún lugar del cielo, y es allí donde nos dirigimos, para llegar a un mirador, con un pequeño jardín, lugar de paz y calma, donde parejillas acarameladas, se besan fugazmente y donde el resto de los mortales se deleitan con las maravillosas vistas de la ciudad a uno y otro lado de la estación.
            En la parte central, el ir y venir de gente, de un lado otro, sin detenerse a contemplar el espectáculo de luz que inunda la gran sala, al lado contrario, unas escaleras mecánicas te llevan a otro mirador, más romántico y cursi, con un pequeña pérgola iluminada con cientos de bombillas.

            En fin un despliegue de luz y color, que hacen de esta majestuosa estación un lugar diferente, donde el turista que llegue de noche, quedará hipnotizado y tan atónito como nosotros.
                                        
            La estancia en Kyoto llega a su fin, y me preparo para dejar atrás los Templos, palacios, bosques, santuarios, tiendas y restaurantes, que durante estos ocho días hemos visitado, dejándome un trocito de corazón, en todos y cada uno de los lugares, que hemos visitado con tanta ilusión, con la esperanza de que algún día podamos volver, por que hay muchos lugares que nos quedan por ver y muchas experiencias que nos quedan por vivir.

JUICIO LEVE DE FALTAS

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