En nuestra incursión
al desierto, coincidimos con una pareja muy joven. No tengo muy claro de donde
procedían. Podían ser rusos o de cualquier país colindante por su acento. Ella
rubita monísima, el un chico fuerte, tipo levantador de pesas vasco, casi dos
metros, no te digo más. Se le veía ilusionados y pusieron la nota romántica a
nuestra noche. Bueno, cuando menos lo intentaron.
Ella se adelantaba, cada vez que
el guía se acercaba para asignar un camello. Imagino que no sabía que íbamos
todos juntos. La pobre, debió descansar cuando se montó en el suyo y su chico
le siguió en el de atrás.
Los camellos, al igual que los
aviones, tienen dos momentos cruciales, el ascenso y el descenso. Los guías nos
avisaron, los camellos, se levantan y sientan doblando sus piernas delanteras
primero y eso hace que tú cuerpo vaya con gran impulso hacia adelante. Si no te
sujetas, besas tierra y hasta te la comes, como te pille con la boca abierta.


Iniciamos el ascenso con gran ímpetu y fuerza, cual Dora la exploradora, con cámara en mano y mochila al hombro. No tardamos en darnos cuenta de que, necesitaba algo más que ímpetu, ya que bajamos más deprisa de lo que subíamos. La arena se deslizaba bajo nuestros pies, como agua entre los dedos ¿Cómo demonios lo hacían los guías?
Sé que más de una-o, entre las
que me incluyo, tuvieron que subir sentados o arrastrándose cual gusiluz por el
desierto ¡Puxx montaña! Pero incluso Mari José y su sensible corazón, lo
consiguieron. Todo sea por una buena foto.
Una vez en lo alto, ya no te
quedan ganas de estrangular al inductor de la expedición, no sólo por la falta
de fuerzas, si no por el impresionante océano de arena que teníamos a nuestro
alrededor. El cielo estaba por mostrar todos sus matices, proporcionándonos uno
de los mejores momentos de este viaje. El sol se iba ocultando tras las
montañas de dunas y en el horizonte, pequeños cúmulos de algodón, surcaban
lentamente uno de los cielos más bellos que he visto en mi vida. Aquella
maravillosa obra de arte, nos dejó imágenes que jamás olvidaremos y que paramos
de inmortalizar, para poder disfrutar de su esencia, mientras el sol
desaparecía y los rojizos, naranjas y azules iban oscureciendo el cielo del
desierto.


En el reparto de Jaimas, la
parejita estaba al punto del colapso, no entendían nada y nosotros andábamos como
pollo sin cabeza, de un lado para otro, buscando la Jaima perfecta, como si
fuera nuestra casa. Con mucho cachondeo, porque en vez de sábanas, nos habían
puesto mantas, de las buenas, porque no le quedaban ni las pelotillas, rascaban
más que mi Scotch brite, con un lustre que encandilaba. Lo mejor era lo
abrigaditos que íbamos a dormir.


La chica perseguía al guía que
acompañado de David iban de jaima en jaima, hablando en francés y pidiendo
sábanas para dormir, con el fin de evitar exfoliaciones corporales innecesarias.
Mientras la pobre criaturita miraba a su alrededor, como si pensara que esa
noche iba a dormir en una cama redonda, ya que los números no daban y en
algunas Jaimas disponían de cuatro camas bien pegaditas.
Por si no éramos suficientes
opinando, aparecieron tres más, una chica con dos chicos, que debieron pensar
que se habían metido en el camarote de los hermanos Marx. A este paso íbamos a
necesitar a los empujadores del metro de Tokio.
La chica que
los vio aparecer, se plantó delante de uno de los guías y consiguió su jaima,
con sus mantitas y todo.
La noche
acababa de comenzar, lo que no sabíamos es cómo íbamos a terminar…