La ignorancia
es la peor compañera, no sólo de viaje, si no de vida.
Siempre pensé
que nunca viajaría al desierto. Me parecía un lugar hostil, sin encanto y sin
vegetación en kilómetros a la redonda. Lo que viene siendo, la antítesis de lo que
para mí sería el paraíso. Sí, no estáis desacertados, todavía estoy dándome
cabezazos contra la pared, por no haberlo visitado antes y por lo absurda que
una puede llegar a ser, cuando se deja llevar por determinados clichés.
A Erg Chebbi
en Merzouga, llegamos al mediodía, el calor era seco, penetrante e insistente.
Nunca hubiera sospechado que mi piel tuviera tantos poros, era como un botijo
de barro con piernas. Me puse protección cincuenta, para no terminar como un
pimiento reventón o lo que viene siendo un cuerpo ampolla, porque de las quemaduras
de segundo grado, si te expones al sol, no te libra nadie.
Menos mal, que
el lugar escogido por David para dejar las autos, contaba con una magnifica y
refrescante piscina, que nos dio la vida antes de emprender nuestra aventura
por el desierto.
Cuatro todoterrenos
nos trasladaron al punto de partida de la expedición. Un hotel situado en las
puertas del desierto. Un completo oasis, con unas increíbles vistas a un mar de
dunas infinito. Compramos botellas de agua congelada y unos preciosos pañuelos
que lucían en recepción, para cubrir nuestras cabezas. Al igual que en el
océano la brisa no suele cesar, en el desierto el aire persiste dando vida a
unas dunas que van avanzado, mientras el paisaje cambia a la merced del viento.
Nos lanzarnos
a la aventura, cual Lawrens de Arabia. En su estado más patético. Tampoco os
hagáis muchas ilusiones, que era mi primera vez en camello y probablemente la
última. Aquel animalillo y yo, creo que no éramos del todo compatibles.
Mientras yo le decía cosas bonitas, haciéndole las más cariñosas de mis
caricias, el me miraba de reojillo sin parar de rumiar. Viendo que mi sexapil
no funcionaba a nivel camellil (a estas alturas ya no me funciona con nadie) me
límite a escuchar los consejos del guía y dejar de hacer cuqui-monadas a aquel abrupto
bicho.
En principio, lo de montarlo me pareció fácil, teniendo en cuenta que el animal estaba apoyado tumbado. Me vine arriba y subí decidida cual amazona, pensando que era pan comido. ¡Inocente! Eso fue, hasta que el animalito obedeciendo las órdenes de su guía, al grito de - ¡Sujétate fuerte! – Se elevó sobre sus patas traseras, haciendo un triángulo perfecto, con un desnivel de 45º para el jinete, ósea yo. Quedándome con la misma inclinación en dirección opuesta y perpendicular a su cuerpo, ríete tú de los del Cirque du Soleil. En pleno desafío a la gravedad, no me quedó otra que rezar por que el animalito se diera brío y se levantara de una puñetera vez. Antes de que me fallaran las fuerzas y me estampara, que tampoco tengo muchas, fuerzas, que de estampamientos voy sobra. Fueron apenas unos segundos, pero el tiempo que permanecí asida al dichoso manillar situado en lo alto de la montura, se me hizo un mundo. Imaginar lo que iba a ser unas horitas de paseo, subiendo y bajando dunas, sin cinturón de seguridad y agarrada a aquel manillar, como si no hubiera mañana.
Aquel bicho levantó sus patas delanteras y es
cuando me di cuenta de lo alto que era el condenao, sobre todo si eres una
chincheta como yo, que no levanta tres palmos del suelo.
El animalillo
caminaba pachón por el desierto, mientras su pisada era absorbida por la arena
que lo hundía a cada paso, en una especie de baile, que te lleva de un lado
para otro. Como no dispone de estribos, ya que su silla se compone de una gran
manta vieja y rasposa, las piernas que no tienen donde aferrarse, van aferrándose
con los contramuslos o muslos internos, no quiero parecer un pollo, al camello.
Al cabo de unos minutos tienes escocidas, hasta las ingles, por muy fina que
sea la tela de lencería o ropa que lleves.
Entre subidas
y bajadas, me quedo con las subidas a las dunas, aunque aceche el peligro de
despeñe, las bajadas me obligaban a sujetarme con ambas manos mucho más fuerte,
por la sensación de caída libre que tenía con cada zancada.
Disfrutar, lo
que se dice disfrutar, para que nos vamos a negar, lo mismo no lo disfrute
tanto como ahora recordándolo. Ahora sentir que todo lo que tienes a tú
alrededor son cientos de kilómetros de dunas, con un sinfín de tonos que van
cambiando según las va iluminando el sol. Eso, no tiene precio.
Los guías, sin
dudarlo seres de otro planeta, corrían duna arriba, duna abajo, para captar las
mejores imágenes, pendientes en todo momento de nuestro bien estar, corrigiendo
la postura y forma de montar (Como si fuera fácil) para evitar caídas y el
posible daño al animal y todo con la mejor de las sonrisas, incluso risas,
porque la escena, en más de un caso rozaba lo hilarante y no me voy a nombrar a
nadie, que bastante tenía con lo suyo.
Me fijé en
como uno de los guías caminaba descalzo, al principio pensé que la arena no
quemaría. Pero al tomar tierra pude comprobar que la parte de duna bañada por
el sol, quemaba cual brasas de carbón. Aquella criaturita, que no superaría los
17, tenía que tener unos callos en los pies del tamaño de una bota de montaña.
Claro está,
que hubo alguna baja, si no, no sería un viaje propio de mí, pero eso vendrá en
el siguiente…
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