23 oct 2019

ERG CHEBBI - MERZOUGA




La ignorancia es la peor compañera, no sólo de viaje, si no de vida.

Siempre pensé que nunca viajaría al desierto. Me parecía un lugar hostil, sin encanto y sin vegetación en kilómetros a la redonda. Lo que viene siendo, la antítesis de lo que para mí sería el paraíso. Sí, no estáis desacertados, todavía estoy dándome cabezazos contra la pared, por no haberlo visitado antes y por lo absurda que una puede llegar a ser, cuando se deja llevar por determinados clichés.


A Erg Chebbi en Merzouga, llegamos al mediodía, el calor era seco, penetrante e insistente. Nunca hubiera sospechado que mi piel tuviera tantos poros, era como un botijo de barro con piernas. Me puse protección cincuenta, para no terminar como un pimiento reventón o lo que viene siendo un cuerpo ampolla, porque de las quemaduras de segundo grado, si te expones al sol, no te libra nadie.


Menos mal, que el lugar escogido por David para dejar las autos, contaba con una magnifica y refrescante piscina, que nos dio la vida antes de emprender nuestra aventura por el desierto.


Cuatro todoterrenos nos trasladaron al punto de partida de la expedición. Un hotel situado en las puertas del desierto. Un completo oasis, con unas increíbles vistas a un mar de dunas infinito. Compramos botellas de agua congelada y unos preciosos pañuelos que lucían en recepción, para cubrir nuestras cabezas. Al igual que en el océano la brisa no suele cesar, en el desierto el aire persiste dando vida a unas dunas que van avanzado, mientras el paisaje cambia a la merced del viento.
















Es en esos momentos, cuando una entiende, el porqué de su forma de vestir. Hay que intentar cubrirse todo lo posible, para protegerse de las quemaduras solares y de las micro partículas de arena que están suspendidas en el aire y que pueden causar serios problemas respiratorios a los habitantes de estos lares.


Nos lanzarnos a la aventura, cual Lawrens de Arabia. En su estado más patético. Tampoco os hagáis muchas ilusiones, que era mi primera vez en camello y probablemente la última. Aquel animalillo y yo, creo que no éramos del todo compatibles. Mientras yo le decía cosas bonitas, haciéndole las más cariñosas de mis caricias, el me miraba de reojillo sin parar de rumiar. Viendo que mi sexapil no funcionaba a nivel camellil (a estas alturas ya no me funciona con nadie) me límite a escuchar los consejos del guía y dejar de hacer cuqui-monadas a aquel abrupto bicho.


En principio, lo de montarlo me pareció fácil, teniendo en cuenta que el animal estaba apoyado tumbado. Me vine arriba y subí decidida cual amazona, pensando que era pan comido. ¡Inocente! Eso fue, hasta que el animalito obedeciendo las órdenes de su guía, al grito de - ¡Sujétate fuerte! – Se elevó sobre sus patas traseras, haciendo un triángulo perfecto, con un desnivel de 45º para el jinete, ósea yo. Quedándome con la misma inclinación en dirección opuesta y perpendicular a su cuerpo, ríete tú de los del Cirque du Soleil. En pleno desafío a la gravedad, no me quedó otra que rezar por que el animalito se diera brío y se levantara de una puñetera vez. Antes de que me fallaran las fuerzas y me estampara, que tampoco tengo muchas, fuerzas, que de estampamientos voy sobra. Fueron apenas unos segundos, pero el tiempo que permanecí asida al dichoso manillar situado en lo alto de la montura, se me hizo un mundo. Imaginar lo que iba a ser unas horitas de paseo, subiendo y bajando dunas, sin cinturón de seguridad y agarrada a aquel manillar, como si no hubiera mañana.










Aquel bicho levantó sus patas delanteras y es cuando me di cuenta de lo alto que era el condenao, sobre todo si eres una chincheta como yo, que no levanta tres palmos del suelo.

El animalillo caminaba pachón por el desierto, mientras su pisada era absorbida por la arena que lo hundía a cada paso, en una especie de baile, que te lleva de un lado para otro. Como no dispone de estribos, ya que su silla se compone de una gran manta vieja y rasposa, las piernas que no tienen donde aferrarse, van aferrándose con los contramuslos o muslos internos, no quiero parecer un pollo, al camello. Al cabo de unos minutos tienes escocidas, hasta las ingles, por muy fina que sea la tela de lencería o ropa que lleves.



Entre subidas y bajadas, me quedo con las subidas a las dunas, aunque aceche el peligro de despeñe, las bajadas me obligaban a sujetarme con ambas manos mucho más fuerte, por la sensación de caída libre que tenía con cada zancada.


Disfrutar, lo que se dice disfrutar, para que nos vamos a negar, lo mismo no lo disfrute tanto como ahora recordándolo. Ahora sentir que todo lo que tienes a tú alrededor son cientos de kilómetros de dunas, con un sinfín de tonos que van cambiando según las va iluminando el sol. Eso, no tiene precio.

Los guías, sin dudarlo seres de otro planeta, corrían duna arriba, duna abajo, para captar las mejores imágenes, pendientes en todo momento de nuestro bien estar, corrigiendo la postura y forma de montar (Como si fuera fácil) para evitar caídas y el posible daño al animal y todo con la mejor de las sonrisas, incluso risas, porque la escena, en más de un caso rozaba lo hilarante y no me voy a nombrar a nadie, que bastante tenía con lo suyo.

Me fijé en como uno de los guías caminaba descalzo, al principio pensé que la arena no quemaría. Pero al tomar tierra pude comprobar que la parte de duna bañada por el sol, quemaba cual brasas de carbón. Aquella criaturita, que no superaría los 17, tenía que tener unos callos en los pies del tamaño de una bota de montaña.





Claro está, que hubo alguna baja, si no, no sería un viaje propio de mí, pero eso vendrá en el siguiente…

                           

15 oct 2019

VALLE DEL ZIZ (II)


A las nueve, ya estábamos todos en marcha o David nos daba la receta del brebaje que se tomaba cada mañana y que le hacía prácticamente incombustible o alguno/a moría en el intento.


 El viaje continuaba a lo largo del valle del Ziz. La visión entre aquellos acantilados formados en el jurásico era fascinante. Desde las zonas más altas, donde las montañas desafiaban al cielo, hasta las más bajas y recónditas, donde la naturaleza se mostraba en todo su esplendor, el valle quedaba dividido en dos habitas totalmente opuestos y de ahí su encanto.


Nos llevaron hasta uno de los miradores más concurridos por los turistas y curiosos. Situado en una zona privilegiada, donde las vistas se perdían en el horizonte, de norte a sur en un increíble oasis de palmeras, que simulaba una tupida y frondosa alfombra verde, llena de vida, entre aquellas montañas tan áridas.


Allí nos encontramos con el guía que nos iba a mostrar todas las caras del sorprendente oasis. Es curioso cómo la gente se vuelve loca haciendo fotos desde lo alto del mirador. Sin pararse a buscar más allá del frondoso bosque de palmeras. Profundizar en sus moradores, que son los encargados de cuidar y proteger el hábitat del que se sustentan. Es como mirar la portada de un libro sin abrirlo, puedes tener alguna noción, pero no tienes ni idea de lo que te puede hacer sentir si decides vivirlo.


Bajamos con nuestras casitas móviles, por unos caminos en los que las cabras serían la mar de felices, en nuestro caso, nos conformamos con sobrevivir y llegar enteritos al fondo de aquel corazón verde.

  

  

Veinte minutos y un kilo de polvo después, ya estábamos en el lugar correcto para aparcar y recorrer con nuestro guía, aquella prolongada y divina tierra de la que brotaban tantos frutos. Un agradable paseo entre las palmeras, árboles frutales y tierras llenas de diversos cultivos.

         

  

         

Cruzamos pequeños riachuelos, reflejo de lo que antaño fue el lecho de un gran rio. A pesar de estar prácticamente desaparecido, su cauce sigue haciendo de esta tierra, la más fértil de la zona. Una clase magistral de cómo aprovechar al máximo los recursos que la naturaleza ofrece para que los pequeños pueblos que a lo largo del valle subsisten.
                                           
                                             
 La parte más tierna vino dada por nuestro guía, que después de mostrarnos aquel paraíso amenazado por la proximidad del desierto. Nos llevó a las pequeñas poblaciones que lo bordean. En unas construcciones muy básicas de piedra y barro que se convierten en los hogares de la gente del valle. Al final de un pequeño pasillo se paró delante de una puerta de apenas un metro y medio de altura, para mostrarnos el lugar donde había nació y vivido, hasta que la familia creció tanto, como para buscar una casa más grande. Casa en la que nos recibieron después de visitar una cooperativa, donde las mujeres intentan aprovechar todas sus habilidades, con los escasos medios de los que disponen y poder conseguir un dinero extra.

Nos deleitaron con un maravilloso té, cacahuetes y una pizza berebere vegetal, auténtica y deliciosa, cocida en un horno de barro, donde además, suelen preparar diariamente el pan, que acompañado de aceite, jaleas y la mejor mantequilla que he probado en mi vida, blanca como la nata, suave ligera y untuosa, a la cual podías endulzar con las distintas mermeladas caseras que las mujeres del valle hacen de forma natural, con los productos que cultivan en estas tierras y que tienen un dulzor sublime, de las cartucheras al cielo, como poco.


Abandonamos aquella familia, tan cariñosa y agradable, que nos había abierta las puertas de su casa y nos había ofrecido aquello que pasan todo el año cuidando y cultivando, para mantenerse, con gran nostalgia. Algunos de los miembros del grupo, agasajaron con juguetes, ropa y pequeños detalles para los más pequeños, en respuesta a aquella generosidad y con el fin de que aquellos pequeños disfrutaran de lo que en occidente es tan común, pero que, en algunos lugares del mundo resulta tan complicado de hallar.


Paco, junto con su hijo, nuestros magníficos fotografos. 

9 oct 2019

VALLE DEL ZIZ





El atardecer, intensificaba los tonos rojizos de las montañas que habíamos visto kilómetros atrás y que en estos momentos comenzábamos a franquear, para adentrándonos en lo más profundo del valle del Ziz, a través de las angostas curvas de una carretera dibujada entre arcos cavados en la roca y salientes al borde del abismo, donde el paisaje era tan sorprendente, como peligroso, si se cruzaba algún vehículo de grandes dimensiones.



En lo profundo del cañón, entre montañas terracotas y acantilados imposibles, se encontraba el Camping que había elegido David para sorprendernos. Situado junto al rio, en un lugar privilegiado rodeado de naturaleza. Donde acampar se iba a convertir en un auténtico placer para disfrutar de noche encantadora en la mejor compañía.



Lo primero que hicimos, fue ponernos los bañadores e irnos directamente a la piscina de agua natural que, aunque fresca, resultaba tremendamente relajante. Las sensaciones que tuve en esos momentos, son imposibles de narrar, desde el primer momento en el que decidimos el viaje, todo había ido tan rápido, que apenas era consciente de lo privilegiada que era en esos momentos, me sentía tan afortunada y feliz que, ni siquiera salí del agua, para tomarme el té que nos sirvieron, acompañado de aceitunas y frutos secos.


La noche, se abría paso y las estrellas comenzaban a mostrarnos un cielo diferente, estaban más cercanas y brillantes que en cualquier otro lugar. En las ciudades el exceso de luz, impide ver más allá de las farolas. Pero aquí, el cielo mostraba su esencia y una que es soñadora, no podía por menos que dejarse llevar en aquella noche mágica que nos habían preparado. Probablemente, el resto, no opinaría lo mismo, después de la serenata que les di, pero son daños colaterales de una abrumadora felicidad, a la que una no me pude resistir, porque forma parte de la esencia. Nunca fui mujer de término medio, si soy feliz, toco el cielo y si me siento triste, me muero a chorros con un dramatismo digno del mejor Óscar de Hollywood.


Nos prepararon la cena en la terraza, con una deliciosa Jarira y un magnifico cuscús con pollo, todo ello regado con un extraordinario vino, obsequió de David. Al que nos autorizaron a beber, ya que no hay que olvidar que es un país musulmán y se supone está prohibido en lugares donde no disponen de la licencia oportuna.


Para culminar tan opíparo banquete, terminamos comiendo unos dulces que Sole y David, nos ofreció por su aniversario de boda. Celebrándolo como dos enamorados, que siguen teniendo ganas de compartir y disfrutar de todo lo que la vida les pueda ofrecer. El cava y sidra hicieron el resto, mientras corrían por la mesa llenando los vasos, que se vaciaban casi al mismo ritmo que marcaban los tambores propios del folklore autóctono amazigh.

   







Ante aquel cúmulo de acontecimientos y sensaciones, junto con el buen beber, me vine arriba dándolo todo en la pista de baile, junto a unas mujeres que nos observaban desde una pequeña distancia, con la curiosidad propia de una timidez que se muere por superar, para formar parte de la fiesta y que con la inestimable ayuda de Sole, que las empujaba hacía la provisional pista de baile, donde yo las esperaba, para unirlas al grupo. Hasta el punto de intentar, no con mucho éxito, enseñarme al ritmo de los tambores, los contoneos de un baile que podría resultar sensual, pero en mi caso, una disléxica corporal declarada, podría ser más un estadillo arrítmico de movimientos espasmódicos.


 Por si no fuera suficiente con aquel despliegue de movimientos internacionales y bajo el clamor de un público entregadísimo, no sé si por ebrio o por las ganas de cachondeo, Decidí deleitarles con mi ya clásico exitazo “Maria de la O”, con muy buena acogida por propios y extraños. En un delirio colectivo, arriesgaron al grito de “Otra, otra”. Pudiera ser, por falta de oído musical o por la falta de voluntarios para cantar. Menos mal que sólo teníamos que andar unos metros para llegar a nuestras casitasmoviles, que además estaban situadas cuesta abajo, con lo cual, muy mal se nos tenía que dar, para no llegar de una u otra forma.             

                  

                                             

Serían cerca de las dos y media cuando nos acostamos, no sin problemas que, en mi auto yo duermo en la cama de arriba y si ya me cuesta subir sobría, no os hacéis a la idea de lo que puede costar bolinguilla. Sobre todo a la hora de bajar, que como no aciertes a poner bien el pie, te puedes ahorrar la escalera, eso sí, con posibilidad de pérdida de crisma en cualquier saliente de este mi pequeño hogar.


Despertarse y ver el amanecer dentro de aquel espectacular cañón, fue otro de los regalos de este viaje y mira que han sido generosos. Los rojos y terracotas se iban desvaneciendo, dejando el paso a los anaranjados que dibujan cientos de formas en los escarpados. Algo que difícilmente olvidaré, como las risas y los momentos de felicidad compartidos con aquella diversa y maravillosa pandilla. Donde todos tenían cabida, bajo el nexo de unión de un guía y su adorable mujer, que habían decidido hacer de aquel viaje, uno de los más inolvidables de nuestras vidas.





   

FOTOGRAFÍAS REALIZADAS POR PACO MORENO VÁZQUEZ Y BORJA MORENO.


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